Ser Medusa

Nací mortal y eso me hizo diferente. Mi familia proviene de una antigua estirpe de dioses. Mis padres, hijos ambos de Ponto y Gea, tuvieron una larga descendencia, todos ellos seres monstruosos, todos ellos inmortales.

Gorgonas fue el nombre que recibimos mis hermanas y yo. Las tres nacimos a la vez, similares como gotas de agua, como copos de nieve, como granos de arena. No éramos bellas o no poseíamos lo que los hombres entienden como belleza. Nuestros rasgos eran exagerados, nuestras pestañas demasiado frondosas, nuestras narices demasiado rectas, nuestros pómulos demasiado altos y prominentes. Nuestro cabello largo, ensortijado y trigueño. Nuestros ojos grandes, almendrados y del color del mar cuando los rayos de sol impactan contra su superficie. Pero lo que no es bello para los mortales provoca mucha curiosidad entre los inmortales, aburridos de lo cotidiano.

"El corazón bombeando frenético fue el responsable de que de mis labios apretados solo saliera un débil jadeo. Me quedé paralizada como una estatua de mármol"

Eso lo aprendí a la fuerza. Los rasgos infantiles aún no se habían borrado de mi rostro cuando, una tarde del mes de Boedromion, me arrebataron la inocencia. Fue en el templo de Atenea. Había acudido sola para hacer los sacrificios debidos a la diosa. Llegué cuando la tarde caía y el templo se vaciaba por miedo a las miradas indiscretas, por vergüenza de mi aspecto. Sola o eso creía, hice mis libaciones y consagré mi virginidad a ella. Pero algo cambiaría aquella aspiración infantil. Un dios, escondido tras una columna, me observaba.

—¿Qué hace una mujercita sola a estas horas? —Me sobresaltó aquella pregunta susurrada a mi oído.

El corazón bombeando frenético fue el responsable de que de mis labios apretados solo saliera un débil jadeo. Me quedé paralizada como una estatua de mármol. La voz continuó.

—¿Nadie te ha dicho que es peligroso salir a estas horas? El templo está vacío; hace un rato que el último sacerdote abandonó la nao. ¿De qué te escondes?

"De repente el templo se iluminó y yo levanté la mirada del suelo. Allí estaba ella: la diosa. Respiré aliviada; había oído mis súplicas, tarde, pero las había oído"

No pude responderle, tampoco girarme a ver quién me hablaba. Mi mirada se clavó en la estatua de la diosa, mientras pedía en silencio que alguien me ayudara. De repente, un dedo áspero se paseó desde mi muñeca por mi brazo desnudo hasta chocar con la fíbula que me sujetaba el peplo. Tragué saliva y un escalofrío erizó mi piel.

—¿Tienes miedo? —dijo la voz áspera—. No debes temer. No te voy a hacer nada. Eres afortunada. Un dios se ha fijado en ti.

Entonces supe que ya no tenía escapatoria y una lágrima solitaria rodó por mi mejilla encendida de ira. Cerré los puños y apreté los labios todo lo que pude, pero mi resistencia no sirvió para nada. Terminó pronto; aún sentía el dolor en mis entrañas cuando desapareció y me dejó allí, medio desnuda, sangrando y muerta de miedo. La rabia y el dolor se transformaron en vómito y llanto.

De repente el templo se iluminó y yo levanté la mirada del suelo. Allí estaba ella: la diosa. Respiré aliviada; había oído mis súplicas, tarde, pero las había oído. Me dispuse a hablarle, pero ella no me escuchó. La cólera la encendía. Habían profanado su templo y era aquello lo único que le importaba.

—Ser despreciable —me dijo—, ¿cómo osas profanar mi templo?

—Yo, yo no…

Y no dejó que me explicase. Los ojos comenzaron a quemarme y un dolor de cabeza insoportable se apoderó de mí. Allí donde me había dejado Poseidón, comencé a convulsionar y a revolverme como si la muerte succionara mi alma mortal. Me desmayé.

"Mi hogar, aquel que nos regalaron nuestros padres a mis hermanas y a mí, estaba más allá del jardín de las Hespérides, hermanas nuestras también"

El canto de las aves al rayar el día me despertó. Aturdida Intenté abrir los ojos, pero una tela blanca, con la que conviviría el resto de mi vida, no me dejaba ver con claridad. De repente, un siseo que parecía provenir de mi cabeza me alertó. Algo se movía por mi espalda, por mis hombros, por mi cuello. Con el miedo en el estómago, me toqué la cabeza. Mi cabello se había convertido en un nido de serpientes que se movía a su antojo. Pedí ayuda. Escuché cómo las suelas de unas sandalias palmeteaban el suelo. Al levantar la mirada…

El sacerdote que había acudido en mi ayuda era ahora una estatua de fría piedra. Había visto sus pies, sus piernas, su cintura, sus brazos y su torso vivos, pero cuando nuestros ojos chocaron, todo se paralizó. En ese momento pensé que era una broma de los dioses, una maldición del templo, algo que no iba conmigo. Así que mientras la aldea despertaba, yo, intentando ocultar mi rostro y mi cabello, corrí hacia mi casa.

Mi hogar, aquel que nos regalaron nuestros padres a mis hermanas y a mí, estaba más allá del jardín de las Hespérides, hermanas nuestras también. Era una gruta confortable y segura donde viviríamos las tres en paz. Me adentré en el bosque. Unos pastores captaron mi atención.

—Muchacha, ¿qué ocurre? ¿A dónde vas con esa prisa? —gritaron.

Yo, llena de furia, los miré. Y entonces me di cuenta… la maldita era yo. Al mirarme, se convirtieron en piedra. Todos, menos uno que a lo lejos contemplaba la escena. Aterrorizado, salió de mi campo de visión al grito de “monstruo”.

Pronto la voz se corrió. Antes incluso de que yo pudiera explicarle a mis hermanas mi nueva condición.

—Medusa, ¿qué te ha ocurrido? ¿Qué le pasa a tu cabello?

Les conté la violación y la visita de la diosa. Se apiadaron de mí, aunque no me creyeron sobre que a quien miraba se convertía en piedra, pues a ellas no les había pasado. Pronto salieron de su incredulidad.

"Pero a los monstruos, incluso si no nacieron así, incluso si el destino cometió una injusticia con ellos, siempre les llega un final y el mío era irremediable: era mortal"

La noticia de que un monstruo que convertía a los hombres en piedra corrió a través del éter para llegar a casas y palacios. Algunos hombres, ya pidiendo justicia por los pastores y el sacerdote, ya tocados en el orgullo de su valentía, organizaron expediciones para matar al monstruo. Nadie sabía al principio cómo funcionaba aquella magia, ni siquiera yo. Hicieron falta un centenar de petrificados para que se dieran cuenta de que nadie podía mirarme.

Saberme invisible por miedo me trajo paz. Ya no era un ser diferente, sino un ser peligroso: un monstruo, y prefería que nadie viera mis facciones ni mi cabello serpenteante. Prefería vivir de espaldas a la vida en aquel lugar diminuto que para mí era un mundo.

Pero a los monstruos, incluso si no nacieron así, incluso si el destino cometió una injusticia con ellos, siempre les llega un final y el mío era irremediable: era mortal. Lo que no sabía es que, al morir, conocería la inmortalidad.

Fue Perseo quien me liberó. ¿Cómo lo hizo? No lo sé. La muerte me llegó por la espalda, de repente. Tras escuchar unos pasos del aire. No vi a nadie cuando sobre mi cuello descargó el filo de su espada. Mi cabeza rodó por el suelo, mientras la sangre se mezclaba con la tierra y todo se volvía negro.

¿Cómo puedo contaros mi historia, si estoy muerta? Mi cuerpo murió, la maldición de Atenea finalizó y mi alma se liberó de su cárcel. La diosa se dio cuenta de la injusticia que había cometido conmigo. Así que ahora habito en su escudo, como recuerdo inmortal de mi existencia.

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Roberto Arizpe Larenas
Roberto Arizpe Larenas
7 ddís hace

Me encanto, lo voy a guardar.