Llega a las librerías la novela que sentó las bases del naturalismo japonés y que, al inaugurar lo que hoy llamamos “literatura del yo” y, por tanto, al mostrar los pensamientos reales de una mujer que reclama espacios de libertad, desató el escándalo.
En Zenda reproducimos el primer capítulo de El futón (Satori), de Tayama Katai.
***
I
Sumido en sus pensamientos, un hombre descendía por la suave pendiente de Kirishitanzaka, en el barrio tokiota de Koishikawa. Se dirigía al antiguo pozo de Gokurakusui. «Después de lo que ha ocurrido, lo nuestro ha terminado. ¡Me siento un estúpido! ¡Andar preocupado por todo esto con treinta y cinco años que tengo y tres hijos! Y sin embargo…, sin embargo…, ¿esto es real? ¿Así que todas las emociones que ella me mostraba no eran más que simple afecto, nada de amor?».
Pero era un hombre de letras, por lo que aún conservaba algo de sangre fría para analizar de forma objetiva su propio estado psicológico. «La mente de las jóvenes no se puede descifrar fácilmente. Quizás su afecto y su alegría son consustanciales a la naturaleza femenina. Quizás tanto su mirada, que se reflejaba hermosa a mis ojos, como su actitud, que me parecía amable, eran actos absolutamente inconscientes y espontáneos, como una flor que consuela a quien la contempla. Y, aunque de verdad estuviera enamorada de mí, ni ella ni yo podríamos hacer nada por estar juntos, pues somos maestro y alumna; además, yo soy un hombre casado con hijos y ella una joven bella como una flor. Y, sin embargo, fue ella la que me envió aquella ferviente carta en la que me hablaba de sus sentimientos encontrados, como impulsada por las fuerzas de la naturaleza, apelando a la angustia que le causaba el conflicto entre lo correcto y lo incorrecto. ¿Cómo pudo llegar a manifestar con tanta clarividencia esta agitación de su espíritu tratándose de una simple mujer? Y fui yo quien no fue capaz de interpretar el enigma de su corazón. Tal vez por eso se sintiera decepcionada conmigo y obrara como finalmente hizo».
—Sea como fuere, ahora es demasiado tarde. ¡Ella ya es de otro! —gritó desesperado, muerto de celos, y empezó a mesarse el pelo mientras seguía caminando.
Llevaba un traje occidental de sarga a rayas, un sombrero de paja y un bastón de madera de glicinia en la mano. Descendía la cuesta con pasos pesados. A mediados de septiembre el calor persistente del verano aún resultaba insoportable, pero el cielo de un profundo color azul presagiaba la inminencia del fresco otoño, moviendo al corazón humano a la melancolía.
Como todos los días, pasó por delante de la pescadería, la tienda de licores, la de menaje, la puerta del templo, y dio la vuelta en la esquina de los grandes almacenes, en cuya parte trasera se alineaban las humildes viviendas. Desde allí se encaminó hacia las altas chimeneas que expulsaban un humo negro en el barrio industrial de Hirakata.
Entre las numerosas fábricas y edificios de oficinas, se encontraba uno que albergaba una sala de estilo occidental en la segunda planta, adonde él acudía a trabajar a diario al mediodía. El amplio espacio de unos diez tatamis de superficie estaba equipado con una gran mesa en el centro y una estantería alta de estilo occidental llena de todo tipo de libros de geografía. ¡Una editorial había ido a encomendar una obra divulgativa sobre ciencia de la Tierra precisamente a un literato! Aunque se ganaba la vida con trabajos de este tipo fingiendo que le interesaban, no hace falta decir que bajo ningún concepto estaba dispuesto a conformarse con ese empleo para siempre. Cada vez se iba quedando más rezagado en la carrera literaria. Solo había redactado algunos fragmentos de su primer manuscrito de importancia, pero aún no había tenido la oportunidad de dar lo mejor de sí mismo. Cada mes le llovían duras críticas por sus trabajos menores por parte de una revista mensual de jóvenes intelectuales. No podía evitar angustiarse por todo esto, aunque era muy consciente de a qué debería aspirar en un futuro.
Una nueva época estaba en marcha y la sociedad no cesaba en su carrera hacia el progreso. Los tranvías habían transformado por completo el tránsito en la ciudad de Tokio. Las jóvenes estudiantes se estaban alzando como una nueva fuerza social, y las muchachas de antaño de las que él se había enamorado en su juventud habían dejado de existir. Los jóvenes varones modernos, por su parte, tenían sus propias ideas sobre el amor, la literatura y la política, tan diferentes a las suyas que le parecían del todo incompatibles con los valores que él había considerado eternos. Sin embargo, él cada mañana continuaba recorriendo el mismo camino como una máquina, cruzando el mismo gran portón de la finca y atravesando el angosto pasillo, donde se oía el ruidoso movimiento de la rotativa y se olía el sudor apestoso de los obreros. Saludaba a sus compañeros de trabajo con una leve reverencia y subía la larga y estrecha escalera que lo conducía a su oficina, cuyo interior, orientado al este y al sur, estaba a merced del inclemente sol de la tarde y del calor sofocante. Por si fuera poco, los mozos descuidaban la limpieza, de modo que la superficie de la mesa estaba cubierta por una ligera capa de polvo arenoso. Un día más, se sentó en su silla y fumó un cigarrillo como de costumbre. Luego se levantó para sacar de la estantería un grueso volumen de estadística, un mapa, una guía informativa y un libro de geografía, y finalmente reanudó en silencio su labor. Pero su rutina se había alterado en los últimos tres días. Su mente estaba tan agitada que no le permitía cumplir con sus obligaciones. A cada línea que escribía se detenía a cavilar. Y todos los pensamientos que le venían a la cabeza eran fragmentados, furiosos y precipitados, en su mayoría compuestos por moléculas de desesperación. Sin saber por qué, comenzó a asociar ideas y recordó Almas solitarias, de Hauptmann.
Antes de que el último acontecimiento sucediera, había tenido la intención de impartirle a su alumna una lección sobre esta obra. Había querido mostrarle la aflicción y los sentimientos particulares de Johannes Vockerat. Él había leído esa novela hacía tres años, cuando no había ni soñado con la existencia de esa bella muchacha. Y, por aquel entonces, ya era un hombre solitario. Aunque no se atrevía a compararse con Johannes, si acaso hubiera conocido a una mujer semejante a Anna, sin dudarlo se habría dejado llevar por la pasión de igual modo, incluso a sabiendas de que lo conduciría a un final trágico. Ahora, al reconocer su propia situación, lamentó profundamente no poder ser ni siquiera como Johannes.
No había llegado a enseñarle Almas solitarias a su alumna, pero sí el relato corto de Fausto. Relato en nueve cartas, de Turguénev. Se encontraban a solas los dos en el estrecho estudio de cuatro tatamis y medio, bien iluminado por una lámpara de estilo occidental. Los ojos expresivos de la joven brillaban expectantes, tal vez encendidos por su corazón henchido de anhelo en pos de una intensa historia de amor. Los rayos de la luz de la lámpara le iluminaban la parte superior del cuerpo, permitiéndole al maestro observar con nitidez su moderno peinado hisashigami y la peineta y el lazo que lo adornaban. Y, cuando ella acercó su rostro al libro que compartían, su exquisito perfume y el aroma de su cuerpo de mujer le arrebataron el sentido. Su voz varonil tembló al explicar el capítulo en que el protagonista leía en voz alta a su amada su relato favorito, el Fausto, de Goethe.
—¡Pero se acabó! —gritó él y se mesó el cabello de nuevo.
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Autor: Tayama Katai. Título: El futón. Traducción: Rumi Sato. Editorial: Satori. Venta: Todos tus libros.
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