El presente artículo es una versión revisada del que publicó hace exactamente 20 años la editorial Fundamentos en el libro colectivo La verdad sobre el caso Mendoza, coordinado por José V. Saval. Lo rescato ahora, a raíz del Premio Princesa Asturias de las Letras 2025 con el que fue galardonado Eduardo Mendoza la semana pasada, para volver a destacar la que a mi modo de ver es una de las más dignas y nada despreciables (aunque a menudo menospreciadas) facetas que ha cultivado con gran habilidad y éxito: el humor en la literatura.
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La aventura del tocador de señoras fue publicada en 2001 y podría considerarse la tercera de la «trilogía» que compone con El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982). El innominado protagonista narrador, un enfermo mental que expulsan del manicomio al principio de la obra, es el mismo pícaro moderno que el de las otras dos obras, aunque más entrado en años, un detective improvisado (muy) privado convertido en pelu quero ocasional o un peluquero convertido en detective improvisado ocasional, un cómico y grotesco antihéroe. La Barcelona en la que está ambientada la novela no es esta vez la ciudad cambiante de la Transición ni la ebullente de principios de los ochenta, sino la de la resaca postolímpica, como se nos informa en la contraportada. Nuestro buscavidas se ve envuelto en un ardid, un crimen que le obliga a investigar para salvar la propia vida y poner al descubierto la podredumbre del sistema. Lo hace, pero sólo en sus horas libres, con un admirable sentido de responsabilidad laboral. A la vez, se ve obligado a integrarse en la vida burguesa, algo que «consigue con suma facilidad porque ya no quedan demasiadas diferencias entre el manicomio y la vida burguesa» como señalaba con ironía Félix de Azúa en el momento de su publicación (en «Eduardo Mendoza: El escritor como gamberro»).
Mendoza es un autor respetado por sus obras «más serias» (pero nunca tanto como para resultar pomposas), digamos que se le ha «perdonado la travesura», pero sin ahorrarle reproches por no emplear su talento en empresas de «mayor enjundia» o en intentar «obras maestras», sin reparar en que tan obras maestras son las Bagatelas de Beethoven como su Novena Sinfonía, por poner un ejemplo claro («La risa mayor»).
Esta displicencia y ese desprecio hacia lo cómico tiene una larga tradición en las letras españolas (y quizás no sólo en las españolas), que se remonta por lo menos a la recepción crítica del Quijote, cuyos aspectos cómicos se consideraron durante largo tiempo como superficiales, sin reparar en los complejos artificios retóricos que los producen ni en que la intención principal de Cervantes era precisamente incitar a la risa, como tan brillantemente argumentó Anthony Close, por ejemplo, en Cervantes and the Comic Mind of his Age (Cervantes y la mentalidad cómica de su tiempo). Close sospechaba que la minimización de la comedia en los enfoques críticos de la prosa narrativa del Siglo de Oro español se debía al temor de que reconocerla abiertamente equivaldría a imponerle el estigma de la frivolidad.
Yo me atrevería a afirmar que este acto crítico de quitarle importancia a la comicidad y al humor en la literatura es un prejuicio bastante más generalizado y se refleja en esas reacciones ante la novela de Mendoza. Esta acogida tiene, por cierto, un antecedente inmediato en la recepción de los novísimos y escritores asociados hacia 1970, literatos de la misma generación que Mendoza, con la acusación generalizada de «frivolidad». Todo esto tiene mucho que ver con el hecho de que, como explicó en Lecturas compulsivas mediante una boutade uno de aquellos novísimos, Félix de Azúa, «con poquísimas excepciones, el mundo literario hispano ha sido siempre de una seriedad, de una severidad escurialense, fúnebre, de tanatorio. Siendo la literatura (y las artes en general) una actividad muy mal vista por los españoles, siempre se ha disfrazado de entierro».
Los novísimos, con su sentido de humor, le quitaron altivez al mundo literario hispano y aceptaron representar al Bufón en el que se convertía el Hombre de Letras, según Azúa, y ésa es la reencarnación del Mendoza de La aventura del tocador de señoras y novelas afines, que en las presentaciones de sus libros hacía y hace a menudo de elegante Bufón que suelta boutades como la de Azúa. No olvidemos que, como ha reconocido, a Mendoza lo acompañó y ayudó a la hora de redactar La verdad sobre el caso Savolta (novela que supondría un cambio de paradigma en la novelística española y el paso del franquismo a la nueva democracia a punto de reiniciarse) algún que otro libro de los novísimos y escritores asociados a este grupo y al de los amigos o discípulos de Juan Benet (otro experto en boutades), como, verbigracia, las dos primeras novelas del joven Javier Marías. Muchos de estos escritores, junto, especialmente, con Mendoza, son los responsables principales de la introducción de una nota de humor en la literatura española en el último medio siglo, una literatura española que hasta entonces, con algunas excepciones, estaba plagada de agelastos (gente que no se ríe o no sabe reír y hacer reír). En esta vena, «una vez escrito», declaró el Mendoza-Bufón sobre su Aventura, «descubrí que había dado un retrato exacto de mi propia vida y actividades. Descartado el crimen político y económico, o sea, el crimen, el protagonista soy yo». No es o no era mal papel ––el del Bufón––, como argumentó Azúa, en una sociedad controlada por la familia Macbeth.
Aunque el instinto de la risa del ser humano es congénito y por lo tanto universal, sus manifestaciones experimentan una evolución histórica y son tan dignas de estudio como cualquier otro aspecto de la cultura humana, como subrayaba Anthony Close en defensa de su proyecto, añadiendo que considerada como creatividad artística, la comedia no es menos rica que cualquier otro medio. Hacer reír por escrito es, además, algo que es sumamente difícil de llevar a cabo, como explicó Javier Marías, mucho más difícil que en el cine, el teatro o la televisión, por ejemplo, que gozan del privilegio añadido de la comicidad visual. De ahí que el texto que conduce a la risa encierre un mérito considerable y nada despreciable.
A través de la excentricidad y marginalidad del protagonista, mediante una serie de episodios descabellados y de personajes parodia, tales como Arderiu (cuyos discursos recuerdan los parlamentos sin sentido pero hilarantes de Groucho Marx) y Reinona (un matrimonio de la alta burguesía de Barcelona), Magnolio (un inmigrante ugandés) o el corrupto alcalde (la caricatura de un político de la peor especie), en La aventura del tocador de señoras se representan la maraña de las relaciones sociales, personales y sexuales en la gran ciudad y la ya mencionada podredumbre del sistema. Pero, ante todo, se produce una comicidad radical y se hace reír al lector. Por ejemplo, dos destacados episodios disparatados son la escena en la que los personajes se van escondiendo uno tras otro en el exiguo piso del protagonista, tan reminiscente de una secuencia de cualquier película del género slapstick comedy, como las comedias de los hermanos Marx, o la resolución final del crimen a la mejor manera de Agatha Christie y su detective Hercule Poirot (con todos los sospechosos presentes), pero con masivo tiroteo final a lo Tarantino.
Sin embargo, los aspectos cómicos más significativos y complejos se producen a nivel retórico, a través del estilo y el lenguaje de la novela, que es una mezcla de idioma culto con el más popular, del argot y de neologismos tecnológicos y económicos, una mezcla que engendra un texto híbrido que nos obliga a tomar en serio la declaración de su autor que la novela refleja su álter ego lingüístico. Asimismo, el registro del narrador es tan exagerada e inverosímilmente formal y culto ––aunque con intercaladas voces coloquiales–– que contrasta permanentemente tanto con la vulgaridad y la sordidez de lo narrado, como con su propia inocencia y necedad. Este contraste produce un persistente desajuste entre forma y contenido, entre la forma de la narración y la realidad de lo relatado, que genera una ininterrumpida comicidad.
Es más, en la novela se despliega toda una serie de recursos retóricos con efectos cómicos. La primera frase de la novela prefigura ya esa abundancia de figuras retóricas y comicidad al arrancar con una sinécdoque: «Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi local de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo». El discurso del narrador es perifrástico, es decir, es caracterizado por un empleo constante de perífrasis, ese modo de expresión que se sirve de varias palabras para una noción que puede expresarse con una sola palabra, un velo con que se cela una expresión directa, algo afín al eufemismo, también muy extendido. Por ejemplo, cuando el protagonista-narrador es físicamente echado del manicomio por su doctor, ésta es la descripción que da: «A empellones recorrimos los pasillos y el jardín. La verja estaba abierta. El doctor Sugrañes me ayudó a franquearla y al levantarme del suelo vi aquélla cerrarse con estrépito». Luego, vuelve a su barrio en busca de su hermana:
Acudí al barrio donde en los buenos tiempos y desde su más tierna infancia mi hermana Cándida hacía las aceras. Era un sector algo apartado de los bajos fondos, cuyas concavidades, un alumbrado tenue si no nulo, un aire viciado y hediondo y la presencia de seres como la propia Cándida atraían a un público escaso en número y también en gracias personales, juventud, salud educación, finura, dinero y afición a la higiene personal, pero muy regular en sus malas costumbres, muy directo en sus tratos y muy fácil de conformar
(16-17; todos los números de páginas remiten a la edición original de 2001 de Seix Barral).
Se duerme en una calle de este barrio y se despierta despojado de dinero y de toda su ropa, salvo de los calzoncillos que, reconoce, «difícilmente se habrían podido desprender de mi piel sin herramientas», y prosigue: «Por fortuna, había empezado la temporada turística y mi atuendo se confundía con el de los numerosos visitantes extranjeros que a cambio de contemplar nuestras curiosidades arquitectónicas nos ofrecen la contemplación de sus vellosas adiposidades» (18). Y cuando llega al piso de su hermana, pulsa el timbre y espera un rato; «finalmente mis oídos percibieron el sensual deslizarse de unas zapatillas viejas por los baldosines desencolados de un piso en ruinas» (19). Cuando se abre la puerta y en el diálogo que sigue una mujer descrita como «cacatúa» le pregunta por qué está «en paños menores», nuestro héroe contesta a modo de excusa: «––Para una visita familiar opté por un atuendo informal. No soy un esclavo de la moda. Ni usted tampoco, señora, a juzgar por la bata astrosa que lleva» (20-21). La descripción de la explosión que sacude su tocador más adelante es otro ejemplo (magistral) de perífrasis:
Apenas hubimos alcanzado la puerta, oímos un ruido atronador, nos envolvió una densa humareda, sentimos en la espalda un calorcito la mar de vigoroso y emprendimos un corto vuelo, durante el cual traté sin éxito de agarrar, conforme iban pasando por mi lado, los distintos componentes de la peluquería (el secador, el sillón, la palangana) que por causa de su menor densidad a mayor velocidad que yo se desplazaban (88).
El retrato del barrio y su ambiente en tono idílico contrasta con la escena apocalíptica descrita:
El aire era templado y sensual y una fragancia lejana se mezclaba con la que exhalaban los tubos de escape y las basuras. Era viernes y en las terrazas de los bares grupos de jóvenes se esparcían practicando alegres actos de violencia entre sí o con los viandantes; el ruido ensordecedor de la música y del tráfico rodado sofocaba los gritos de los beodos y los energúmenos y los gemidos de los ancianos y enfermos abandonados por sus parientes, que aprovechaban el descanso semanal y los primeros calores para trasladar el estruendo de la ciudad a sus segundas y aún peores residencias. Arropado por estas muestras de vitalidad y por el continuo ulular de las sirenas de la policía y de las ambulancias que corrían de aquí para allá atendiendo a las víctimas de los accidentes, las reyertas y las sobredosis, llegué a mi piso monísimo (40).
(Obsérvese también el contraste rayano en el oxímoron entre el adjetivo «alegres» y el sustantivo «actos de violencia» que califica).
Otra característica del estilo de la novela es el uso extendido de paréntesis. Entre paréntesis se introduce a menudo información añadida o esclarecedora que contrasta con el eufemismo que la precede o incluso lo desmiente. Eso ocurre, por ejemplo, cuando el narrador hace un recuento de su vida:
Luego, cuando las personas encargadas de velar por la salvaguardia de la virtud, el sosiego de la vida, el amparo de las buenas costumbres y la armonía entre los hombres (la bofia) fijó en mí su atención y ejerció sus métodos conmigo, siendo yo la más débil de ambas partes, hube de prestar algún servicio a la comunidad (soplón) que no me granjeó la inclinación de nadie y sí la animadversión de muchos (52-53); allí [en el manicomio], sin embargo, las cosas no anduvieron de la mejor manera: leves roces con el personal auxiliar especializado (matones) y algún malentendido con el doctor Sugrañes, que en su calidad de director del centro debía determinar, a la luz de sus conocimientos (y el correspondiente soborno), el momento de mi curación (53).
Otras veces, entre paréntesis se repite con cerril insistencia una palabra o se adjuntan definiciones lexicográficas (por ejemplo: «Cruzaba la sala de juntas como un gamo [dícese de quien, siendo un mamífero rumiante, va muy rápido]», 107), definiciones que atestiguan el hábil manejo de distintos registros por parte del narrador y el autorreflexivo uso del lenguaje del que deja constancia en varios momentos de la narración en forma de una serie de lo que se podrían denominar metacomentarios lingüísticos, como, por ejemplo, el siguiente: «Me había llamado desde el asiento posterior de un cochazo que yo no vacilaría en calificar de haiga si el uso de este añejo vocablo no pusiera de manifiesto mi avanzada edad» (48). O, después de una serie de exclamaciones en un diálogo con su vecina Purines, el narrador afirma: «Como por nada del mundo quería ofender a Purines (ni abusar de los signos de exclamación, que detesto) volví a mirarme al espejo» (199). Apenas rebasada la cerca de un jardín subrepticiamente, nuestro héroe ve, en sus palabras, «a un palmo de mis ojos, las fauces de un terrible mastín, para cuya descripción me remito a la que de esta raza ofrece el diccionario de la RAE: “Perro grande, fornido, de cabeza redonda”» (281). Más adelante interviene conciliador en una discusión: «Les propongo desbloquear [la situación] por el único medio que funciona en estos casos, es decir, poniendo las cartas boca arriba o sobre el tapete, siendo correctas ambas acepciones» (293-294).
La narración también se vale de lo que los filólogos llaman isocolon, una extensión semejante en el orden de dos o más miembros de una frase y una disposición análoga de sus componentes, con el añadido en el caso de la novela de un miembro final fuera de la serie, que contrasta semánticamente con los anteriores, por ejemplo: «Poco a poco [mi cuñado] me fue enseñando los rudimentos de su oficio, y al cabo de unos meses, mucho empeño y un moderado derramamiento de sangre, ya pude desempeñarlo con relativo éxito» (33). O: «Con destreza, coraje y alguna que otra culada llevábamos bajado ya el primer tramo» (287).
Asimismo, a veces, llama la atención una peculiar adjetivación, como es el caso de la extendida doble adjetivación de superlativos antepuestos en el siguiente párrafo:
Creo recordar que fue una calurosa mañana de verano cuando el excelentísimo e ilustrísimo ayuntamiento, la celebérrima y dos veces preclara diputación provincial, las integérrimas y esforzadísimas consejerías de sanidad y bienestar social, el prudentísimo y garbosísimo arzobispado, la avispadísima y gentilísima audiencia territorial, la pulquérrima y divertidísima dirección general de prisiones, la famosísima y muy gallarda jefatura superior de policía, el prestigiosísimo y trascendidísimo departamento de rehabilitación de delincuentes y personas descarriadas y la fábrica de productos dietéticos El Miserere, que financiaba la expedición, enviaron a sus representantes a que nos vieran (8-9).
Los dieciséis adjetivos antepuestos en ocho pares no sólo crean un tono de ironía y sarcasmo ––no buscado por parte del narrador ingenuo, aunque sí deliberado por parte del autor sagaz, intensificando así a través del contraste entre ingenuidad y elevado registro de su protagonista el efecto humorístico––, sino que suspenden temporalmente además la conclusión de la frase cuyo predicado de la cláusula principal («enviaron a sus representantes a que nos vieran») se ve precedido por un sujeto (gramatical) hipertrofiado.
Otro recurso muy extendido es la repetición con el mismo efecto, el de la comicidad: la epanáfora del verbo «inválido» once veces en catorce líneas (278); la anáfora de «precedido del abogado (seguramente auténtico) de Pardalot y seguido del (seguramente falso) recepcionista» (126); la de «estuvimos un rato en silencio, ella pensando en sus cosas y yo pensando también en sus cosas» (43); los casos de poliptoton de «cuando sucedió este sucedido» (228) o el de «yo, naturalmente, exclamé una exclamación» (246).
Además, en uno de los parlamentos de Arderiu se repiten de forma particular las palabras «tesitura», «antitética» y «conjura»:
Ahora, sin embargo, me encuentro en una difícil situación, que yo calificaría de auténtica tesitura si supiera lo que significa esta palabra. Yo soy parte de una conjura y mi mujer es parte de una conjura y tengo motivos para pensar que mi conjura y la conjura de mi mujer son dos conjuras diferentes. Yo las calificaría sin rodeos de antitéticas (160).
Hacia el final de este discurso suyo, Arderiu vuelve a introducir dos de las palabras en las que hizo hincapié en una nueva combinación: «Sea como sea, estoy en una tesitura francamente antitética» (161). Y, más adelante, en la conversación entre él y el narrador insiste:
––¿Por qué no se casó con Pardalot?
––¿Quién? ¿Yo?
–– No. Reinona. Por qué no se casó Reinona con Pardalot.
–– Ah. No haga elipsis. Que descarrilo. ¿Por qué no se casaron Reinona y Paradalot, pregunta usted? Pues no lo sé. Sus razones tendrían. Razones posiblemente antitéticas (162).
Un efecto parecido suscita la reiterada intercalación de «Plaza de Cataluña» en el siguiente párrafo (un caso de epímone):
Finalmente empero, dijo Magnolio, Magnolio la había vuelto a vislumbrar cuando la señorita Ivet en persona desaparecía por las escaleras que conducían a la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña», y situada precisamente en el subsuelo de la Plaza de Cataluña, de la que tomaba su nombre punto allí en la estación «Plaza de Cataluña» de la Plaza de Cataluña la señorita se había dirigido a una ventanilla (195-6).
Valgan estos ejemplos de figuras retóricas como muestra de que La aventura del tocador de señoras y, por extensión, todas las demás novelas «no serias» de Eduardo Mendoza, son obras que encierran méritos considerables y nada despreciables y que, por cierto, la suya es una novelística digna de un aprecio como el del Premio Princesa de Asturias de las Letras con el que ha sido galardonado el autor, también por estas novelas llenas de humor, ya que, como hemos visto, producen comicidad y arrancan las carcajadas con recursos literarios clásicos e irreprochables. Sin gravedad ni hondura trágica y con lo grotesco y el disparate hábilmente desplegados como ridícula contrapartida, la novela de Mendoza, a la vez que aborda una serie de temas «serios», aunque oblicuamente y dentro de un marco cómico, nos conduce a la risa. Por lo tanto, yo suscribiría íntegramente las palabras de Javier Marías sobre el arte de Eduardo Mendoza:
Es indeciblemente más difícil conseguir (la risa) con la escritura que conmover, impresionar, horrorizar o hacer llorar. Algo bien sabido desde Aristófanes, por lo menos. Lo increíble y lo deprimente es que, al cabo de veinticuatro siglos, vivamos en una época tan fatua, grandilocuente y ceñuda que se permita desaprender algunas de nuestras verdades más antiguas y mejores. Ya sé que la risa es muy subjetiva y que mucho nos varía, pero yo, con Mendoza, me he reído tantas veces que he perdido la cuenta («La risa mayor»).
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